Yuriria Iturriaga. La Jornada (07/04/2013)
Hace años, el entonces
director del Conafe (Consejo Nacional de Fomento Educativo), cuyas redes se
dirigen a poblaciones que no cuentan con educación formal, me invitó a una gira
por el estado de Hidalgo. Tras un largo trayecto a lomo de mula sobre veredas
enfangadas, llegamos a un poblado en cuyo centro una choza de palmas e interior
penumbroso reunía a niños de todas las edades con jóvenes promotores y los
adultos notables de la comunidad. Para mostrar al director general el éxito del
programa, un promotor preguntó con voz sonora algo sobre las plantas
dicotiledóneas: una manita de 10 o 12 años se alzó y el niño dijo unas palabras
ininteligibles para mí, tal vez por su nerviosismo (aunque hubiera sido
preparado para esa ocasión) o porque su acento otomí y mi lejanía confundían
los sonidos.
Escena que, al
ubicarla por ejemplo en el Colegio Alemán, me llevó a la conclusión de que los
planes de estudio oficiales en una nación multicultural como es México, al
estar homologados en el nivel elemental, no sólo no emparejan las diferencias
socioeconómicas y culturales, sino que abren una brecha entre los niños urbanos
y los de las distintas etnias, que será abismal e irreparable en los estudios
superiores. Pues los programas dirigidos a los primeros –según criterios y
normas internacionales– nada tienen que ver con la experiencia directa de los
segundos, en cuyo entorno material y cultural no existen ejemplos concretos de
mucho de lo que se les impone en la escuela oficial. Otra cosa sería si en la
primaria rural se diera un marco formal a los conocimientos adquiridos por la
experiencia de vida y la tradición oral, para posterior y crecientemente
hacerlos encajar en el universo de lo urbano, del país y del mundo. Pero, por
el contrario, la escuela oficial descalifica los saberes e idiomas originarios
al obligar a la memorización de palabras y conceptos incomprensibles,
terminando por destruir la autoestima con la nulificación del conocimiento de
sí mismos, de la propia historia y cultura.
Tal vez ni el uno por
ciento de estos niños logran transitar hacia el primer rango perpetuando la
polaridad de nuestra población, existente desde la Conquista y reafirmada con
las buenas intenciones de los ideólogos indigenistas que pretendieron, hace ya
casi un siglo, la integración del indio a lo mexicano, sea lo que esto
sea, pero que se reveló imposible a pesar de decenios de planes escolares. Esta
constatación debería bastar para revisarlos y permitir a los educadores rurales
enseñar en sus comunidades como saben hacerlo: valorizando el saber local –por
fuerza distinto del urbano– para poder demostrar que un niño indígena egresado
de una primaria acorde a sus parámetros de aprendizaje, puede acceder a la
secundaria oficial como haría un niño de origen francés o japonés, conscientes
de lo propio y orgullosos de ello, y sobre todo perfectamente aptos para
aprender las diferencias de otra cultura sin desventajas sicológicas.
Pero la sordera de las
autoridades y la amenaza de un incremento de la represión contra los maestros
reivindicadores de otra educación, inclinan a pensar que, disfrazada de
excelencia en la educación, se trate de una deliberada política de destrucción
de la autoestima del otro, a través del menosprecio de su historia particular,
de sus saberes relativos al propio entorno y de sus construcciones lingüísticas
y culturales, con el sólo fin de perpetuar un inconfesable (en estos tiempos)
colonialismo interno con la discriminación y explotación económica que
conlleva.
Política que será tan
infructuosa como hasta ahora, pues la conservación de su identidad es condición
de supervivencia de un pueblo y no hay pueblos suicidas. O tal vez sí los hay:
los que intentan hundir a sus compatriotas sin ver que van en el mismo barco.
Pues los autoritarios e inflexibles ante las reivindicaciones del conocimiento
rural y campesino parecen ignorar que de éste dependen la autosuficiencia y
soberanía alimentarias, saberes salvadores que han decidido extinguir para
fabricar sus propios despiadados y apátridas competidores por el botín de la
nación.
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